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Nicholas Gilman is a renowned journalist and food writer based in Mexico City.

Nicholas Gilman es un renombrado periodista gastronómico radicado en la Ciudad de México.

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Limosneros Redux: Mejor que nunca

Limosneros Redux: Mejor que nunca

Escribi sobre Limosneros por primera vez hace más de doce años, poco después de su apertura. Tras una visita reciente, me complace informar que—como un buen vino envejecido—este entrañable bastión del Centro ha mejorado con el tiempo. Gran parte del mérito va para el chef Atzin Santos, quien tomó las riendas durante los días oscuros de la pandemia y desde entonces ha elevado la cocina a un nuevo nivel de refinamiento y sofisticación. Originario de la Ciudad de México, Santos empezó a cocinar siendo adolescente y se formó en algunas de las mejores cocinas del país antes de llegar a Limosneros. Su trabajo refleja años de estudio sobre las técnicas regionales mexicanas—especialmente la nixtamalización y el uso de ingredientes criollos—que eleva mediante una presentación moderna y una precisión creativa.

Hoy en día, rara vez confío en el ilusionismo posmoderno que muchos restaurantes capitalinos disfrazan de innovación—y lo he dicho en voz alta. Aquí, hago una excepción.

Chef Atzin Santos foto: Camila Cossío / cortesía Limosneros.

Limosneros ocupa un venerable edificio colonial que esperó años su regreso a la gloria. Cuenta la leyenda que en ese espacio funcionó el gremio de artesanos, cuyos miembros reunían limosnas para financiar obras públicas. Avanzando al siglo XXI, esa historia se encuentra ahora con una sensibilidad claramente posmoderna. Juan Pablo Ballesteros, heredero de la familia detrás del célebre Café de Tacuba a la vuelta de la esquina, se propuso adquirir y restaurar esta joya colonial de dos pisos, revelando muros de piedra volcánica, techos de ladrillo y portales de cantera. El resultado es una tradición reinventada: tonos de negro, marrón y beige componen una paleta sobria, con la madera aportando calidez. La iluminación es tenue, el ambiente acogedor, y aunque la música a veces se asome al pop ochentero de gusto dudoso, afortunadamente permanece en segundo plano.

La buena noticia es que la cocina sigue ofreciendo algunos de los platillos mexicanos más refinados de la ciudad. A diferencia de los palacios de alta cocina de Polanco, aquí se busca agradar sin ostentación, sin depender de clichés tipo Noma ni de reinvenciones forzadas. La presentación es artística, sí, incluso hay pequeñas flores comestibles colocadas con pinzas. Pero la cocina se mantiene con los pies en la tierra: las recetas provienen de la despensa de la abuela, a veces con un toque nuevo pero familiar—y los ingredientes vienen del mercado, no del laboratorio.

Un taco de huitlacoche

Hay varios menús de degustación, aunque tanta miniporción corre el riesgo de caer en la confusión gustativa que suelo evitar. Yo prefiero comer a la antigua: amuse-bouche, entrada, plato fuerte, postre quizá. Pero aquí hago otra excepción: el degustación taquera, de seis tiempos, es quizá el mejor de su tipo en la ciudad. Cada taco reinterpreta un clásico mexicano con sutileza, no con trucos. Una croqueta crujiente de mahi mahi con salsa milpera abre la comida, seguida de un ahumado taco de escamoles (sí, huevos de hormiga) envuelto en tortilla hecha a mano y perfumado con salsa verde tatemada. El taco de chile relleno combina suaves rilletes de cerdo con chile pasilla y verduras en vinagre, mientras que el pork belly al pastor—con humo de mezquite y piña fermentada—es un homenaje amoroso al clásico chilango. Incluso hay un refinado taco de arrachera wagyu en maíz azul con higo y xoconostle, cuyo contraste entre dulce, ácido y picante es magistral. El postre llega en forma de taco de algodón de azúcar, que envuelve bizcocho de vainilla, menta silvestre y sorbete de jitomate con frambuesa fermentada. Vale mencionar que existe una versión vegetariana del menú, además de maridajes con distintas bebidas.

De la carta, destaca una tostada azul untada con pasta ahumada de chile y coronada con paté de sesos, mejillones en escabeche y una hoja santa frita. Es un plato de puro placer: sabores intensos, ricos, un refinado “mar y tierra” a la mexicana.
El crudo de hamachi también sobresale desde el principio: una pizca de precisión japonesa con alma mexicana. Fina lámina de pez limón sobre miso de frijol rojo—un contrapunto terroso e inesperado—enriquecido con mantequilla avellana y una chispa de chiltepin, ese pequeño chile salvaje tan querido por abuelas y masoquistas por igual. Es elegante, ingenioso y profundamente satisfactorio—el tipo de platillo que recuerda por qué la palabra “fusión” alguna vez significó algo digno de probar.

El crudo de hamachi

El bolito de cangrejo parece inocente, pero encierra una proeza técnica y estacional. La “masa”, hecha con carne de cangrejo, esconde un puré sedoso de calabaza, terroso y dulce. Encima, un saguarí miniatura, cangrejo de temporada salado y deshidratado hasta volverse crujiente y casi etéreo. Mar y tierra se encuentran en un solo bocado.

Bolita de cangrejo

Mi plato favorito—irónicamente, el único del que me quejo—es el pato de 21 días. Se cocina al estilo confit, proceso que elimina humedad y deja la piel crujiente en lugar de gomosa, el talón de Aquiles del pato cuando pasa de rosado a chicloso. Aquí, la textura es sedosa, casi cremosa. Se acompaña con dos purés: coliflor con chocolate blanco—una combinación tan extraña como armónica—y un escabeche de jalapeño y cebolla morada que despierta el paladar. Mi reparo es la porción: una rebanada demasiado modesta, donde un magret más generoso habría conservado sus jugos y aportado el peso que el plato merece. Aun así, es un final audaz—precisión y exceso a partes iguales—y, de alguna manera, funciona… o lo haría, si llenara un poco más el plato.

La carta de vinos y destilados, aunque cara como era de esperarse, incluye botellas interesantísimas de lugares poco previsibles como Hungría y el sur de España. Y la selección de mezcales es de las mejores de la ciudad.

En una urbe saturada de restaurantes-concepto y pretensión disfrazada de innovación, Limosneros destaca por hacer algo verdaderamente radical: cocinar comida que de verdad dan ganas de comer. Es sofisticado, sí, pero nunca presumido: un raro equilibrio entre intelecto y apetito.

Limosneros
Allende 3, Centro Histórico (ver mapa)
Tel. 5521-5576
Abierto lunes a sábado de 1:30 a 10 p.m.; domingo de 1 a 5 p.m.

¿Se ha “americanizado” la comida de la Ciudad de México? No lo creo…

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